LA SEPARACIÓN DE LOS COTERAPEUTAS

PorIsabel Díaz Portillo y Teófilo De la Garza Bazán

La coterapia ha adquirido carta de ciudadanía en el entrenamiento en AMPAG, llévese a cabo entre pares que posteriormente supervisa conjunta mente el grupo, o entre lo que, a falta de una mejor denominación, conocemos como experto (terapeuta graduado), y el alumno. Las ventajas de la coterapia son tales, en la práctica, que frecuentemente es ejercida en ámbitos que trascienden la formación.

Las virtudes, desventajas, y recomendaciones en cuanto a la formación de equipos coterapéuticos, han sido ampliamente estudiadas (Díaz Portillo et al., 1986) y aquí serán someramente revisadas. En cambio, las vicisitudes, en el grupo y el equipo, cuando éste se disuelve, por una u otra causa, han sido objeto de poca atención. Esta es la razón del presente trabajo.

Entre las desventajas de la coterapia, se mencionan confusiones y complicaciones transferenciales, entre las que se incluye una mayor dificultad en cuanto a su resolución; intensificación de las necesidades de dependencia y seguridad de los pacientes; tensiones entre las coterapeutas generadoras de conflictos entre pacientes y detención en el crecimiento del grupo. Limitación de la fantasía sobre conflicto generacional y disociación entre lo bueno y lo malo, cuando la pareja coterapéutica está constituida según el patrón heterosexual. Cuando la coterapia es asimétrica, estudiante y experto se enfrentan a una dicotomía de roles, susceptibles de provocar confusión y problemas en ellos y en el grupo.

Las ventajas más frecuentemente mencionadas son: reproducción de la pareja parental, lo que permite una mayor protección del paciente, en contra de los impulsos destructivos propios y los de sus terapeutas; y el acceso más fácil a los conflictos familiares. Aumento en la efectividad terapéutica, gracias a la posibilidad de obtener visiones complementarias en cuanto a la dinámica individual y grupal, y a la división del trabajo, en la que un terapeuta puede, por ejemplo, sumergirse en la regresión grupal, con la seguridad de ser rescatado por el otro. O porque uno puede dedicarse a la interpretación de las defensas, mientras el compa• ñero calma las ansiedades generadas por el procedimiento. El grupo se beneficia de la atención de una pare• ja que le permite desmitificar la ima•gen omnipotente e idealizada del terapeuta único.

En cuanto a la formación de equipos coterapéuticos, se reconoce que la coterapia experto- alumno es una herramienta sin par en el aprendizaje, aunque puede no ser igualmente valiosa para el grupo así tratado. Por esta razón; la mayoría de los autores prefiere aquélla constituida por pares, sin que existan resultados definitivos, en cuanto a las investigaciones emprendidas para determinar los factores más favorables para lograr una relación satisfactoria, aludiéndose a coincidencias teóricas, de personalidad, estilo y habilidad, y modalidades de participación. En lo que sí hay acuerdo, es en que, una vez integrada la pareja, disminuyen las sensaciones de soledad y sobrecarga percibidas cuando se trabaja solo, muy especialmente en relación con suspensiones, retrasos, y falta de comprensión sobre el material grupal.

También se acepta consensualmente que los obstáculos en la comunicación de los coterapeutas dificultan la evolución de la terapia, provocando resistencias y deserciones. La incomunicación puede originarse en la dificultad para percibir, y elaborar, las depositaciones transferenciales y extratransferenciales del grupo. En este sentido, es aplicable el concepto amplio de contratransferencia, que la visualiza no sólo como los afectos positivos y negativos producidos por la transferencia, sino que incluye todo el funcionamiento mental del analista tal como es influido no sólo por el material del paciente, sino también por sus lecturas o discusiones con sus colegas (Green, 1985). Pero también puede ser producto de los problemas caracterológicos, de inmadurez, competencia y rivalidad en el seno del equipo coterapéutico; o bien ser res puesta, como en el caso que hoy nos ocupa, a los diversos sentimientos que despierta una separación real.

Uno de los autores, maestro de la Facultad de Psicología de la UNAM, recibió hace años, la invitación para formar parte de un proyecto de psicoterapia grupal para alumnos de la Facultad, promovido y coordinado por la Dra. María Langer. El cual, con la finalidad de salir al paso a posibles resistencias por parte de las autoridades, se planteó oficialmente como “grupo vivencia”. Siendo ésta la experiencia pionera, que dio origen, años después, a la constitución del Centro de Servicios Psicológicos de la misma Facultad, actualmente en funcionamiento. Considerando que la experiencia sería enriquecedora, tanto en función de conocer algo de la técnica del análisis grupal, como por permitirnos trabajar juntos por primera vez, en coterapia, añadiendo así una dimensión más a nuestra entrañable amistad, los autores decidimos compartir la invitación y responsabilidad frente al grupo. Y, conscientes de nuestra carencia en lo que a análisis grupal se refería, supervisamos el grupo, desde su formación, con la Dra. María Langer.

Los coterapeutas somos amigos de larga data, con una comunicación lo suficientemente honesta como para permitir confrontaciones personales, en caso necesario, confiados en la existencia de una probada relación de mutua aceptación, respeto, solidaridad y lealtad. Es obvio señalar que esta relación implica compatibilidades y complementaciones caracterológicas, ideológicas, y sociales, así como el reconocimiento de nuestras diferencias en múltiples aspectos.

Entre las primeras contábamos con la misma formación teórica en análisis individual, y carencia de ella y de la vivencia terapéutica en el ámbito grupal. De nuestras diferencias, la sexual, el lugar que ocupamos en nuestras respectivas familias de origen, y los lugares de nuestro nacimiento, han configurado modalidades distintas de aprehensión y enfrentamiento con la vida cotidiana, que, como es lógico, repercuten sobre forma y contenido de las interpretaciones.

El grupo, planeado inicialmente a un año de duración, abarcó en la realidad quince meses, debido a que sus componentes fueron integrándose progresivamente, retrasándose la consolidación y cierre grupales tres meses aproximadamente. Esta circunstancia motivó que, el Dr. de la Garza, que ya tenía programado su regreso a la capital de su estado natal, no pudiera tratar al grupo durante su fase de terminación.

El conocimiento de tan poco ortodoxo parámetro, pero tan comprensible en cuanto a las necesidades vitales de los terapeutas, sólo se comunicó al grupo una vez consolidado éste, por considerar que era más importante trabajar las fantasías y ansiedades concomitantes , tanto con respecto a lo que cada miembro del grupo temía de los restantes y del procedimiento en sí, como con respecto a los coterapeutas, que podían resultar poco confiables en esta etapa inicial, si de inmediato confrontaban al grupo con su futura separación. Sí se explicitó desde la primera sesión, que la duración aproximada de la terapia sería de un año.

El grupo se inició con cuatro pacientes, que asistieron a dos sesiones. A la tercera se incluyó un quinto miembro, y de ésta a la octava, ingresaron dos miembros más y abandonaron el grupo dos de sus fundadores. Tras un mes de espera, durante el cual no fueron referidos nuevos miembros, ni a nuestro grupo, ni a los restantes, contábamos con cinco pacientes, tres mujeres y dos hombres.

Decidimos en estas circunstancias, dar por cerrado el grupo, consideran do que sus componentes mostraban: buena motivación, capacidad de insight, compromiso, y transferencias positivas, que avalaban la posibilidad de confiar en su permanencia en el grupo, hasta completar el proceso terapéutico Advertimos a los pacientes que a partir de esa sesión no se integrarían nuevos miembros, así como la fecha de terminación, y el que el Dr. de la Garza, sólo estaría los nueve meses siguientes.

No se explicitó el motivo de esta limitación, con la finalidad de no ocluir las fantasías que podría generar esta comunicación, pero el grupo que tenía menos ansiedades persecutorias y comenzaba a abrir material más reprimido. vergonzoso, destructor de la autoimagen idealizada defendida en un principio, en términos de búsqueda de la experiencia vivencial, para su mejoramiento profesional, aceptó sin discusión, tanto la fijación del tiempo de la terapia, como la no inclusión a partir de ese momento de nuevos miembros, y la futura salida del Dr. De la Garza.

Dado que la evolución del grupo no es el objeto de la presente comunicación, solo diremos que, en los seis meses subsecuentes de terapia, cuatro de los cinco integrantes habían cumplido el objetivo terapéutico propuesto: analizar la distorsión que provocaban en sus relaciones actuales, los conflictos con sus figuras parentales. El miembro que permaneció sin mayor cambio era la mujer de más edad del grupo, obsesiva, fóbica y virgen, cercana a los 40 años, que había tenido ya dos intentos terapéuticos previos, con pobres resultados, de quien, desde un principio, se formuló un pronóstico poco favorable.

Tres meses antes de la anunciada separación del Dr. de la Garza, el grupo seguía engolosinado con sus cambios, proyectos, y negación de la pérdida que estaba próximo a sufrir. Por lo que los terapeutas, tuvimos que traer este material a la discusión. Dos de los miembros que efectivamente habían sido abandonados por sus padres en la temprana infancia, se sorprendieron de este recordatorio, represión cuyo análisis, permitió que emergiera, tanto la rabia con el padre como con el terapeuta abandonadores . Quienes sí estaban conscientes de la cercanía de la separación, racionalizaron su evasión previa del tema aduciendo sentir que aún faltaba mucho para que “papá se fuera ” Y, pasando del dicho al hecho. continuaron con sus preocupaciones cotidianas, arrastrando en su negación del impacto emocional de la próxima separación, al resto del grupo. En la sesión siguiente, en cambio, material asociativo y sueños, configuraron la fantasía grupal de una familia abandonada por el padre, en la cual la madre, rechazada y sola, tenía que hacerse cargo de los hijos, como es frecuente en nuestro país. Parte del grupo, dentro de esta fantasía, seguía negando el dolor por la pérdida del terapeuta, proyectando en la terapeuta la capacidad de hacerse cargo sola del grupo. Mientras los miembros restantes manifestaron la angustia ele resultar una carga tan pesada para ella, que terminara también abandonándolos, junto con el terapeuta, o en cualquier momento previo al año estipulado.

Contratransferencialmente, los coterapeutas nos sentíamos satisfechos del trabajo del grupo en general. Preocupados fundamentalmente por la paciente que no avanzaba. Visto en retrospectiva, el tono de nuestro diálogo interclínico, y el que imprimíamos a la supervisión es, era ciertamente maniaco. Seguíamos bromeando y em bromándonos como siempre, negando, al igual que el grupo, el dolor de una separación no sólo como coterapeutas, sino como amigos acostumbrados a reunirse, exclusivamente como tales, una vez por semana.

Negación que desembocó en un sentimiento de devaluación de la terapeuta hacia su compañero, cuyas intervenciones le parecían ahora “superficiales y reiterativas”, descubriéndose con frecuencia aburrida, o distraída, mientras él interpretaba. El terapeuta a su vez, percibía lejana a su colega, pero lo atribuía a motivos externos a la relación coterapéutica, esperando que su compañera se sintiera en condiciones de comunicarle lo que le sucedía. Las reuniones semanales se vieron afectadas por el mismo estado de cosas, viéndose reducidas casi a un ritual vaciado de sentido. En la supervisión desapareció la complementariedad que previamente había permitido reconstruir las sesiones, con fluidez. La percepción de este obstáculo condujo al reconocimiento de los sentimientos explicitados en el párrafo anterior y, a través de ellos, a la comprensión del dolor de la separación, negado hasta ese momento, a través de sus respectivas defensas caracterológicas.

La aceptación del duelo por la pérdida real a que se enfrentaban ambos, en realidad mayor para el terapeuta, que dejaba no sólo a los pacientes del grupo, sino a los individuales, a numerosos amigos, y relaciones profesionales, llevó a una plena reconciliación, basada tanto en la identificación mutua, como en el reabastecimiento narcisista implicado en la constatación de la importancia del uno para el otro.

Hasta este momento, el grupo había trabajado, alrededor de la rabia al padre abandonador, directa y transferencialmente visualizado, lo que permitió la disminución de sentimientos omnipotentes y culpígenos al respecto, pero, ocluídos por la negación de sus terapeutas, tampoco habían podido permitirse experimentar el dolor ante la pérdida real del terapeuta, y del objeto a él transferido. La elaboración del conflicto entre los terapeutas permitió iniciar la elaboración del duelo antes evitado, con lo que posterior mente surgió la comprensión y el perdón en cuanto a las fallas y limitaciones de padres, terapeutas, y compañeros de grupo, y pudieron expresar, tanto verbal, como concretamente. con intensas manifestaciones afectivas, la gratitud al terapeuta por su contribución al autoconocimiento, y por ende al cambio. Siendo el abandono real o formal del padre y la incapacidad de las madres para constituir una nueva pareja, una constante en el grupo, repetición en lo microsocial, de lo macrosocial, decidimos, de acuerdo con nuestra supervisora, intentar proporcionar al grupo, una especie de ” experiencia emocional correctiva”, a través de la inclusión de un nuevo coterapeuta, que se integró, previo aviso al grupo, dos sesiones antes de la salida del Dr. De la Garza.

La introducción de este parámetro dio el resultado esperado, no perturbó el trabajo de elaboración del duelo por el primer terapeuta, pero resultó    insatisfactorio en cuanto a la integración del segundo coterapeuta al grupo. Siendo difícil valorar el peso respectivo en tal situación del escaso tiempo (14 sesiones), con que contó el nuevo terapeuta para integrarse; de su distancia afectiva para con el grupo, racionalizada en términos de conocer poco de la historia individual y vida actual de sus integrantes; de la resistencia del grupo a ligarse con él, para perderlo tres meses después; y también, muy posiblemente, de la lealtad al primer terapeuta.

De lo anterior puede concluirse que la separación de los coterapeutas. planificada o no, implica la posibilidad de un duelo, en ocasiones por partida doble, susceptible de ser negado, situación que repercute en la imposibilidad de hacer emerger en el grupo, el dolor, la reparación y gratitud, ante los objetos significativos perdidos, presentes y pasados, con la predecible dificultad subsecuente, para elaborar duelos posteriores.

BIBLIOGRAFÍA

Díaz Portillo, l., Guadarrama, J., Ramos V., Socorro, H. y Vives. J. (1986) Dinámica de la relación experto-candidato. Revista Análisis Grupal, 3 (4): 60-87.

Green, A. (1985) El analista. la simbolización y la ausencia. Revista de Psicoanálisis, 32 (4): 85·107

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