Vivos Los Queremos: Desapariciones En México, Desmentida Forzada E Injusticia Epistémica

Desmentida Forzada e Injusticia Epistémica

Escrito por: Bianca Manrique.

 

“Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra”.

Blas de Otero

 

Introducción

Este trabajo surge del dolor, del mío al mirar de frente las dimensiones de la tragedia que nos azota, del de millones de mexicanos y extranjeros solidarios que comienzan lentamente a mensurar la gravedad de este siniestro fenómeno, del de miles de personas en mi país que tienen a un amigo, padre, madre, hijo, hermano desaparecido y que han sido convertidos en nadie.

De acuerdo con cifras oficiales, hasta julio de 2020 había 73,201 personas desaparecidas (Animal Político, 2020). Sin embargo, como ha sido documentado por la Comisión Mexicana de defensa y promoción de derechos humanos (2019), existen enormes inconsistencias de los datos. De ese modo, al no haber certeza alguna sobre las cifras reales, se tiende un abismo entre las cifras oficiales y las estimadas, que se calcula podrían estar rondando los 200,000. El número en sí mismo es aterrador y a riesgo de señalar lo evidente, quiero resaltar que no estamos hablando sólo de cifras, al hacerlo, estamos al tiempo vislumbrando el horror y el dolor que dentro de ellas hace nido.

Ya sea debido a ajustes de cuentas dentro del crimen organizado, como resultado del abuso de poder por parte de autoridades militares y policiales (desapariciones forzadas), por homicidio o feminicidio, secuestro, motivos de trata de personas o simplemente porque tuvieron la mala suerte de estar en el momento y lugar equivocado; el hecho es que muchos simplemente se esfumaron.

En México, las desapariciones han dejado de ser como lo eran en el siglo XX, cuando mayoritariamente obedecían a motivos políticos. Ahora son heterogéneas y no parecen respetar trabajo, profesión, ideología política, religión u otra similar; literalmente puede sucederle a cualquiera. Es imprescindible no perder de vista este hecho cuando más adelante hablemos sobre los mecanismos que se echan a andar para defenderse del terror que esta posibilidad despierta.

De injusticias y otras sinrazones

No queda duda alguna de que el número de casos de desapariciones es la gran catástrofe. Sin embargo, hay otra tragedia paralela ocurriendo entre las sombras: Las familias y seres queridos de los desaparecidos, comúnmente aceptados como víctimas indirectas, en realidad se han convertido en víctimas directas de injusticia epistémica, desmentida forzada y desubjetivación.

La Filosofía y el Psicoanálisis han estado estrechamente enlazados desde los comienzos de esta última disciplina. En la construcción de su cuerpo teórico, diversos conceptos filosóficos han servido como base para la comprensión de fenómenos que caen en el universo explorado por los pensadores del Psicoanálisis. Éste es uno de esos casos y por ello echaré mano de un concepto acuñado por Miranda Fricker, filósofa contemporánea de origen inglés.

La injusticia epistémica, dice Fricker (2007), se refiere a un tipo de injusticia en el que uno es agraviado en su capacidad de portador de conocimiento. Aquí me referiré particularmente a un subtipo de injusticia epistémica: la injusticia testimonial, la cual se produce cuando la capacidad de una persona para transmitir conocimiento es anulada, resultando así perjudicado específicamente en su capacidad como sujeto de conocimiento.

De manera cotidiana, transmitimos conocimiento a otros por medio del testimonio; cuando ese testimonio es desestimado o ignorado, entonces se ha infligido este tipo de injusticia. Éste es el caso en el que miles de personas que han tratado de dar cuenta de su experiencia como familiares de personas desaparecidas se encuentran.

En este estado de cosas, la puerta de acceso a la justicia se cierra cuando las autoridades rechazan que se trate de una desaparición, se niegan a recibir una denuncia o demoran las investigaciones, otorgando así, poca o ninguna fiabilidad al testimonio de quien lo ofrece. De esta manera, se violan los derechos a conocer la verdad sobre las circunstancias de la desaparición y se desmantela la posibilidad de justicia y reparación.

Dice Fricker que “toda injusticia epistémica lesiona a alguien en su condición de sujeto de conocimiento y, por tanto, en una capacidad esencial para la dignidad humana” (Fricker, 2007, p. 10). Yo iría aún más lejos, la herida que ocasiona es acaso más profunda, roba al sujeto de la mera posibilidad de ser sujeto. El proceso es entonces el de una desubjetivación, proceso que retomaré un poco más adelante. Por ahora, volviendo a la injusticia epistémica, tenemos que al asumir que no hay credibilidad posible en el contenido de su testimonio, se niegan las razones de su sufrimiento y éste es un segundo tiempo en dicha injusticia: se asume que las personas no pueden saber de su propio sufrimiento, siendo que el conocimiento se ha vuelto exclusivo de aquellos en el poder. Las víctimas son excluidas y “esta exclusión proviene de una operación del poder social” (Fricker, 2007 p. 10).

Encontramos en este sentido, otro de los elementos que suelen operar cuando la injusticia epistémica está presente: el estereotipo. En él se involucra un prejuicio que va en contra del hablante y resulta en una disfunción en el intercambio, siendo que el escucha otorga un grado de credibilidad disminuido al emisor, creando así un vacío en el que se pierde el conocimiento. En el caso que nos ocupa, el prejuicio se refiere tanto a los familiares que: “No saben de lo que hablan”, como a las víctimas primarias, haciendo que, por asociación, los familiares sean adjudicados con similares prejuicios.

El discurso de criminalización hacia las personas desaparecidas, a las cuales se ha deshumanizado, equiparándolas las más de las veces con delincuentes, es tristemente una realidad cotidiana; suele decirse que si han desaparecido es porque han de haber estado metidos en negocios chuecos, porque eran criminales o porque se lo buscaron.

Como bien lo señala Reveles (2011), en la narrativa oficial las víctimas siempre se hacen ver como culpables sin hacer una investigación a fondo, ni indagaciones sobre el acto de la desaparición. Los familiares son de esta forma revictimizados por las propias autoridades cuando acuden a interponer sus denuncias, y socialmente se reproduce la idea estigmatizante de la desaparición. Fricker (2007), nos explica cómo en la imaginación social colectiva, la actuación del poder identitario opera en el plano de las concepciones compartidas. En estos casos, existe un déficit de credibilidad prejuicioso identitario, que se resiste a las evidencias, es irracional y se erige como obstáculo para la verdad.

En agosto de 2019, el gobierno de México cifró las fosas clandestinas en nuestro país en más de 3,000. Una investigación de Quinto Elemento en 2018 habla de fosas en 24 estados, 2,884 cuerpos y más de 22,000 restos óseos. Hay madres rascando la tierra buscando los cuerpos sus hijos, y aún así, la postura oficial consiste en silencio o en verdades fabricadas. Se supone que sigamos con nuestra vida, como si nada hubiera pasado. Ésta es la realidad de las desapariciones en México, éstos son los hechos y, sin embargo, las personas no están siendo escuchadas. Es esta falta de reconocimiento la que engendra una cultura de injusticia epistémica y como dijimos antes, de desubjetivación.

“La injusticia testimonial es una forma grave de falta de libertad de nuestro contexto discursivo colectivo” (Fricker, 2007 p. 27). Es grave porque inevitablemente nos obliga al silenciamiento. Si la capacidad de aportar conocimiento a los demás es una vertiente de la capacidad para la razón, detengámonos a pensar en las consecuencias que traerá el hecho de que miles de personas se vean coartadas en este derecho. En lugar de aquello que debiera suceder, hay invisibilización, a las personas se les convierte en nadie, se vuelven sujetos desechables usando el concepto de Bertrand Ogilvie (2013).

Haciendo de Alguien, Ninguno

En su “Laberinto de la soledad”, Octavio Paz, traza de cuerpo entero mi aseveración previa, cuando al referirse a los mexicanos señala:

No solo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical: los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace Ninguno. (Paz, 1970 pp. 8)

Me estoy refiriendo entonces a cómo aquellos que atraviesan una situación semejante, se ven sometidas a un procedimiento de desubjetivación. Al negárseles las razones de su dolor y al no admitir que el conocimiento en su posesión tiene validez alguna, son arrancados de ese “yo soy” que va al mismo núcleo de la existencia.

Como Veríssimo (2020) lo señala, esos individuos son dejados al margen, no existen para los otros y terminan por creer que no existen. Así, su particularidad deja de ser objeto de ningún reconocimiento, son lentamente transformados en sombras traslúcidas, sobre las cuales solo flota el silencio. Sometidos a dicha operación, que significa una ruptura de la continuidad de la existencia, son condenados a vivir deshabitados… y vivir deshabitado es estar desahuciado.

Se ha llamado a México el país de las tumbas y lo es, pero esos muertos a los que se hace referencia son los que tienen rostro, los que pueden ser enterrados, aquellos por los que se puede hacer duelo. Junto a ellos, sin embargo, están todos aquellos que por la mordaza impuesta no pueden ser nombrados, reconocidos. A diferencia de las tumbas que pueden ser visitadas, las de los desaparecidos se cargan a cuestas, pesadas e indescifrables. Ese pesado silencio cae entonces también sobre los desaparecidos, como si nunca hubieran existido. Ese silencio que no solo es notable, sino que tiene también una cualidad siniestra, al haber sido impuesto por la fuerza, como a la fuerza es también realizado el proceso desubjetivante.

Vivos los queremos

Es de todos conocida la noción de desmentida en Psicoanálisis. Tomándola como base, quisiera introducir ahora el concepto de desmentida forzada, mismo que – sin haberlo hecho de manera explícita – he venido ya delineando en lo expuesto en los párrafos precedentes.

Comencemos con un intento de definición, partiendo de lo propuesto por Freud con su término verleugnung. Sin intentar realizar una revisión exhaustiva de la evolución del término porque excede los límites de este trabajo, diremos que fue inicialmente utilizado para explicar el fetichismo y que aparece en su sentido específico y forma definitiva en “La escisión del yo en el proceso defensivo” (1940 [1938]) y en “Esquema del Psicoanálisis” (1940 [1938]). El concepto de desmentida se refiere a un mecanismo que por un lado rechaza la realidad objetiva y por otro lado la reconoce. “La desautorización es complementada en todos los casos por un reconocimiento” (Freud,1938 [1940a], p. .205). De tal forma, es un dispositivo que se echa a andar debido al peligro de reconocer una realidad potencialmente traumática y sus efectos; es decir, permite saber y no saber al mismo tiempo.

Propongo entonces utilizar el término desmentida forzada, para lo que les sucede a amigos y familiares de aquellos que han desaparecido, quienes son forzados por el Estado e incluso por la sociedad en su conjunto, no solo a renegar los hechos y mantenerse en la lógica de: “Ya lo sé, pero aún así…” (Mannoni, 1973); sino también a desconocer la realidad de sus estados mentales, porque se les dice de alguna forma– como lo mencioné anteriormente – que ellos no pueden saber de su propio sufrimiento.

Con esta desmentida violentamente ejercida, son obligados a amputar de su aparato psíquico una de sus percepciones (Puget, 1988, p.22). Ahora bien, cabe hacer una aclaración: Mantener renegada una percepción angustiante, no pasa por el rechazo de la percepción, sino que implica un fracaso en realmente comprender el significado de lo que se percibe. En otras palabras, lo que se rechaza, son las consecuencias que esa percepción provoca. El saber persiste, pero las consecuencias se reniegan. Como lo explica Mannoni (1973), lo que es desestimado es el efecto que una realidad inflige sobre una creencia particular, como el desgarrador cántico de los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa lo manifiesta: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Es decir: “Sabemos que están muertos, pero aún así, los queremos de regreso… y vivos”.

De ello, resulta necesario admitir que estamos hablando de introducir a la fuerza contenidos que son ajenos y descartar los propios, de ahí lo forzado en la desmentida. Estaríamos refiriéndonos a una variante de lo que Aulagnier llamó “violencia secundaria”, al aludir a esa violación del espacio mental de otro, en la que se impone al yo del sujeto la voluntad y la palabra de un tercero, lo cual se convierte en última instancia en una “expropiación del derecho de existir” (Aulagnier, 1977 p. 36). ¿Recuerdan cómo decíamos que la injusticia epistémica y la desubjetivación que acarrea transformaba a las personas en nadie? Estamos empezando a ver la confluencia de nuestros conceptos rectores.

Bajo esa tesitura, vale la pena preguntarnos ¿por qué en los casos de desapariciones se colectiviza la desmentida? Quedan más o menos claras las razones por las cuales el Estado la exigiría, pero ¿porqué otros también acceden? Llevo ya algún tiempo preguntándome ¿cómo es que el país no está en llamas? Frente a una tragedia de estas dimensiones, ¿no tendríamos que estar en pie de lucha? Me parece que los motivos que han empujado a que no haya una respuesta social contundente y frontal son diversos y complejos. Propondré, desde nuestro particular nicho de conocimiento algunas posibles explicaciones.

Por un lado, la sociedad en su conjunto está atravesada transversalmente por este mecanismo frente al signo del horror que lleva a no querer saber, la realidad es tan espeluznante que preferiríamos creer que no es verdad. Se realiza en consecuencia un pacto inconsciente, uniéndose a la desmentida, replicándola e imponiéndola a otros, perpetuando así el ciclo. Desmentir antes de enfrentarse al terror sin nombre.

En otro aspecto, parecemos encontrarnos con una defensa en contra de la identificación con las víctimas. Las personas luchan para resistirse a toda costa a dichas identificaciones, porque ello implicaría aceptar que las mismas situaciones aterradoras podrían pasarles a ellos: “Yo no me parezco nada a ti, por lo que esto nunca podría pasarme a ”; encontraríamos también aquí la base del prejuicio identitario que relaté antes. Al estar restringida la posibilidad de identificación, la desubjetivación del otro y por tanto la violencia, transitan con menos obstáculos.

Ahora, hablamos de la violencia implícita en la desmentida forzada, por lo que se entendería que la elección, dadas las circunstancias, sea ser el que ejerce la violencia y no el violentado, imponer al otro esa desmentida forzada. Y no es esa la única disyuntiva planteada, como Puget (1988) lo señala, la nación entera tiene que decidir también entre alienarse o ser segregado… la mayoría elige lo primero. Cuando las víctimas enfrentan el aislamiento social y el dolor que éste acarrea, otros de una u otra manera se defienden de esta posibilidad de segregación, participando en la desmentida. Es así como queda establecido el pacto y conjuntamente hay una rendición al silenciamiento.

Combatir la desmentida

Existen, sin embargo, grupos que se resisten a la desmentida y al silencio, que recurren unos a otros y cooperan epistémicamente entre sí, que no han introyectado aún la ideología negadora. Se trata de colectivos que se niegan a ser invisibilizados. Estos grupos se originaron en la lucha individual, primero de algunos familiares de las víctimas que decidieron hablar y funcionar en el espacio público, donde se encontraron con otros que compartían el mismo dolor y las mismas exigencias, que después integraron grupos que emprenden acciones organizadas.

Su labor, se ha vuelto subjetivante y creadora, porque con su actuar colocan en el escenario nacional la existencia de las desapariciones y dificultan el mirar hacia el otro lado y seguir haciendo como si no existieran. ¿Por qué pueden hacerlo? Acaso existan muchas explicaciones, pero por lo pronto diré que probablemente es porque cuentan con un aparato psíquico robusto, que frente al trauma resiste el jalón regresivo y puede sostener la continuidad y cohesión del sí mismo. La mayor habilidad de afrontamiento emana sin duda de las redes vinculares actuales y las que fueron tejidas en el pasado.

Todo esto no es un tema menor, como lo señala Puget (2003), la posibilidad de denuncia y protesta, de hacerse visible y audible tiene un valor no sólo político, sino terapéutico, ya que otorga la potencia, la sensación de que puede hacerse algo. La gran importancia de ello me parece, reside en que los testimonios de quienes han sido testigos de las desapariciones ejercen una función que neutraliza el trauma y ayuda a repeler la desmentida. Ellos, que ayudan a amortiguar el trauma, ese dolor inagotable, facilitan de alguna forma que el duelo se inscriba.

Y es que quienes se resisten a la desmentida, pueden mirar el horror a la cara. En probabilidad, si buscáramos en su historia, encontraríamos que pudieron constituirse en sujetos, hacerse pronto en el desarrollo dueños de sus contenidos psíquicos. Más adelante, es de suponer que buscaron a otros en circunstancias semejantes que ayudaran a sostenerlos y a quienes, al mismo tiempo, brindaron sostén.

Recordemos que el colectivo social – aunque en este caso se trate de un grupo pequeño – también es constituyente de las subjetividades que lo conforman y esto se traduce en un ciclo que se refuerza a sí mismo, en el que los integrantes pueden construirse y concebirse en términos de un “nosotros”, con una narrativa compartida, que auxilia en la lucha contra la impotencia y la desesperanza.

Qué gran importancia la de su tarea, si pensamos que, aunque la desmentida está al servicio de desconocer el dolor psíquico, aquello desmentido sigue ejerciendo su influjo desde el inconsciente, todo eso que llevamos dentro encuentra la manera de expresarse. El resultado: una melancolización social que provoca – entre otras cosas – inhibición e impotencia para plantear alternativas. En otras palabras, la desmentida colectiva realiza una suerte de negativización del dolor psíquico, lo vacía de significado. De esa manera, algo que es desmentido, es algo que se mantiene sin significación y por lo tanto no puede ser elaborado. En resumen, podemos decir que se produce una inscripción psíquica no susceptible de representación, lo que hace que sea imposible hacer duelo.

Amargas consecuencias

En realidad, no es la imposibilidad de elaborar un duelo la única consecuencia de lo planteado. Es mi parecer que la desmentida genera en el sujeto un repliegue narcisista, en un fútil intento por protegerse de lo que paradójicamente ya sucedió. Dicho repliegue implica retirar las ligaduras de objeto y volcarlas hacia sí mismo como una forma de estructurarse frente a las angustias de fragmentación y muerte. No obstante, esta retirada implica desconectarse del mundo de los objetos. En tal desconexión, encontramos el actuar de la pulsión de muerte usando como vehículo la función desobjetalizante a la que hace referencia Green (1993). Así, la secuencia desinvestidura- desvinculación recorre un camino circular que pareciera no tener fin.

De igual forma, en el proceso de constitución de nuestra subjetividad necesitamos del otro, que inicialmente nos presenta la realidad y funge como traductor. Después, sigue siendo indispensable para que corrobore nuestras percepciones y confirme su realidad. Dicho de otro modo, hay un apuntalamiento intersubjetivo del psiquismo. Éste no ocurre únicamente durante la temprana infancia, necesitamos de los otros para seguir construyéndonos, cohesionándonos a lo largo de la vida. Cuando el Estado, los medios de comunicación y el grueso de la población, refutan y niegan los contenidos psíquicos de las víctimas, los inducen a la desmentida forzada. Como resultado entonces, son dejados en un desvalimiento y desamparo profundos y ahí en las profundidades de la desolación, se quedan cada vez más solos.

En este mismo sentido, Fricker (2007) habla del daño causado por la injusticia testimonial y señala cómo el receptor de este tipo de injusticia puede perder confianza en su opinión o en la justificación que la sustenta. Recordemos que la adquisición de conocimiento y el diálogo fiable es uno de los mecanismos básicos mediante el cual acabamos por ser quienes somos, crea los andamios de nuestra identidad. Es entonces sin duda, el intercambio vincular el cimiento del sí mismo. De ese modo, el sujeto que queda marginado de este intercambio experimentará lo que Stauffer (2015) llama “soledad ética”, es decir, la experiencia de haber sido abandonado por la humanidad, añadida a la experiencia de no ser escuchado.

Antes bien, no es solamente una cuestión de lo que es éticamente correcto o incorrecto, en los párrafos precedentes hemos estado hablando también de las consecuencias que la desmentida forzada tiene en la salud mental. Dice Freud: “El resultado [de la desmentida] se alcanzó a expensas de una desgarradura en el yo que nunca se reparará, sino que se hará más grande con el tiempo” (Freud, 1938 [1940a], p. 275). Aunque probablemente aún no hemos sido testigos de las terribles consecuencias del empleo generalizado de este mecanismo (o las hayamos desmentido), no tengo duda de que los efectos de este fenómeno serán duraderos y ominosos. A todas luces es éste un asunto que nos compete en el ámbito psicoanalítico, porque no abordarlo sería convertirnos en negadores, cómplices, secuaces.

El quehacer analítico

Como analistas, en la intimidad de nuestros consultorios, parte de nuestro quehacer es nombrar, encontrar lo inasible y permitir su expresión a través de las palabras, pasar del agujero representacional a la narración, para con ello ofrecer una posibilidad de otorgar sentido a lo vivido. Le debemos a nuestros pacientes y a nosotros mismos que elegimos esta profesión, resistir los ataques a nuestro instrumento: la palabra.

Por supuesto que es un reto mantener nuestra postura analítica, cuando nosotros mismos estamos en la misma realidad social compartida con los pacientes. Pero si tenemos alguna posibilidad de auxiliar a quienes acuden a nosotros con una demanda de ayuda emanada del dolor, para que eventualmente logren una representación de aquello que ha sido desmentido, será a través de mantener nuestro instrumento intacto, nuestra postura analítica inalterada (o siendo más realista, diré mejor: recuperada una vez perdida, porque es un hecho que, frente a traumas de esta magnitud, la perdemos no con poca frecuencia).

Solo si nosotros mismos hemos podido emerger del silencio y armar tramas representacionales que nos permitan elaborar nuestras realidades, seremos capaces de ayudar a otros a recuperar ese espacio mental arrancado por la desmentida.

Cuando me refiero al trabajo dentro del consultorio, aludo por supuesto a personas que han vivido de primera mano el horror de una desaparición, ya sea porque ellos mismos han sido privados de su libertad o porque han tenido a alguien cercano que ha sido desaparecido. Sin embargo, no me limito a dichos casos, dado que al coincidir con Puget (2002), en que no podemos seguir pensando que la realidad social externa, no tiene una representación en la realidad psíquica; estoy convencida de que el fenómeno de las desapariciones en mi país, como tantos otros, nos impacta a todos de una forma u otra y por lo tanto irrumpe en el análisis tarde o temprano.

Ahora bien, este asunto desborda el ámbito clínico del uno a uno. Como agentes de cambio social, estamos obligados ya a plantar cara en contra del crimen ontológico, en contra la devastación psíquica que la desmentida deja a su paso. Si el sujeto es historia, me pregunto ¿cómo podría historizarse con fragmentos desaparecidos, perdidos, desmentidos? Me refiero aquí a la historia individual, pero también a la historia nacional. Estoy segura de que esta situación rendirá sus consecuencias más amargas con el tiempo. Es por eso por lo que intento refutar el silencio escribiendo, no solo como un ejercicio exorcizador, sino también de denuncia.

Creo además, que es nuestra obligación levantar la voz por aquellos que no la tienen. En lugar de permanecer horrorizados como simples espectadores, contemplando el grito ahogado, el ser aniquilado; debemos seguir adelante con la búsqueda de la verdad y la justicia, porque sin verdad no hay libertad posible. Si hemos de ser cómplices, que sea en ayudar a nuestros pacientes a sanarse a sí mismos, en participar en el zurcido de un país desgarrado. No nos dejemos deslizar hacia la nada…

Para sentir que no todo está perdido, a mí, me queda la palabra.

Referencias

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